La preocupación por la salud financiera del Estado paraguayo ha dejado de ser un tema técnico para convertirse en un asunto de interés público. Los gremios empresariales, los sindicatos y la ciudadanía perciben un deterioro evidente en las cuentas públicas, acompañado de una gestión gubernamental que parece no encontrar rumbo ni respuestas concretas ante la crisis de liquidez. La caja fiscal atraviesa momentos críticos: los compromisos superan los ingresos, y la administración central acumula obligaciones sin respaldo inmediato, generando un efecto dominó que afecta a todos los sectores productivos.

Uno de los síntomas más visibles de esta crisis es la debilidad del Instituto de Previsión Social (IPS), institución que enfrenta serias dificultades para sostener su equilibrio financiero. La combinación de una estructura administrativa pesada, aportes insuficientes y una gestión cuestionada ha puesto en riesgo la capacidad del sistema para garantizar prestaciones a jubilados y asegurados. La incertidumbre sobre la sostenibilidad del IPS refleja, en buena medida, la fragilidad general del aparato estatal.

A ello se suma el incumplimiento en los pagos a empresas constructoras, viales y proveedoras del Estado, muchas de las cuales se encuentran al borde del colapso. Incluso el proyecto “Hambre Cero”, bandera del actual gobierno, ha visto comprometido su desarrollo por falta de fondos. La deuda con el sector farmacéutico también crece, provocando falta de insumos en hospitales públicos y afectando directamente a la población más vulnerable. La Administración Nacional de Electricidad (ANDE), por su parte, ha reclamado públicamente el pago de servicios por parte de otras entidades estatales, una situación que revela la falta de coordinación y disciplina financiera dentro del propio Estado.

El escenario se agrava por una creciente inseguridad jurídica, que desalienta la inversión privada. La incertidumbre sobre la estabilidad de las reglas de juego, sumada a la morosidad del Estado con sus contratistas, genera un clima de desconfianza tanto entre inversionistas nacionales como extranjeros. La economía se resiente, el empleo se estanca y la recaudación se ve afectada, alimentando un círculo vicioso difícil de revertir.

Detrás de todos estos síntomas se esconde un diagnóstico común: la falta de gestión eficiente y planificación fiscal. El gobierno no logra transmitir una estrategia clara de ordenamiento financiero ni un plan de recuperación creíble. Mientras tanto, los proveedores esperan, los hospitales padecen, las obras se paralizan y los ciudadanos perciben que el Estado, lejos de ser un motor de desarrollo, se ha convertido en un lastre.

La pregunta, entonces, no es solo qué está pasando con las finanzas públicas, sino si existe una conducción capaz de recuperar la confianza y la estabilidad necesarias para reencauzar al país hacia un horizonte de responsabilidad, equilibrio y transparencia.