¿Estamos en una dictadura democrática?
El concepto de “dictadura democrática” puede sonar contradictorio, pero describe con inquietante precisión la realidad que vivimos. En teoría, habitamos un Estado de Derecho con instituciones que deberían garantizar la igualdad ante la ley, la transparencia y la rendición de cuentas. Sin embargo, en la práctica, asistimos a una degradación institucional en la que la democracia se vacía de contenido y se convierte en una fachada que encubre privilegios, impunidad y corrupción.
Los permanentes escándalos de corrupción han dejado de sorprender. Se suceden con una frecuencia que anestesia a la ciudadanía, mientras la Fiscalía y el Poder Judicial se muestran complacientes, cuando no cómplices. El cajoneo de causas penales contra personeros del Estado es una constante que erosiona la credibilidad del sistema de justicia. ¿Cómo hablar de democracia cuando quienes deben garantizarla actúan como guardianes de la impunidad?
El nepotismo, instalado como práctica normalizada en el Congreso y en las instituciones públicas, tampoco recibe sanción alguna. Se reparten cargos como si fueran bienes de familia, consolidando un Estado patrimonialista donde la función pública es utilizada para enriquecer a unos pocos en detrimento de todos. Este fenómeno se complementa con el enriquecimiento ilícito de funcionarios que, desde la más alta magistratura hasta burócratas de menor rango, hacen del manejo de los bienes públicos un negocio personal.
La Municipalidad de Asunción se ha convertido en un símbolo de saqueo: bonos multimillonarios desaparecidos, servicios públicos colapsados y un festival de irregularidades administrativas que siguen sin responsables. Los audios que involucran a senadores como Yami Nal y Chaqueñito, revelando acusaciones de corrupción en el propio Parlamento, son una muestra descarnada de cómo se negocian intereses al margen del mandato popular.
En este contexto, la pregunta es inevitable: ¿podemos afirmar que vivimos en un verdadero Estado de Derecho? La respuesta parece inclinarse hacia la negación. Las instituciones existen, pero no funcionan como contrapesos; operan como engranajes de un sistema cerrado que asegura la supervivencia de una élite política y económica.
Estamos, entonces, ante una democracia de formas, pero no de fondo. Una democracia secuestrada por la corrupción y la impunidad, donde votar cada cinco años no garantiza ni justicia, ni igualdad, ni respeto a la voluntad ciudadana. Una democracia en apariencia, pero dictadura en esencia: la dictadura democrática.
Realizado por: Héctor Sosa

